La nebulosa del cambio

Paulina Villegas Paulina Villegas Publicado el
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Hace poco tiempo regresaba de Hidalgo por la carretera México-Pachuca, la que he recorrido cientos de veces al ser el trayecto que conecta la ciudad donde crecí con la ciudad monstruo donde vivo.

Al entrar a la metrópoli por Indios Verdes, un espectacular se erige en lo alto sobre el cerro Zacatenco, pasando Lomas de San Juan Ixhuatepec -un nudo de pobreza urbana-, que muestra la cara de Delfina Gómez con la insignia “La esperanza se vota”.

¿La esperanza se vota? Supongo que sí. También la rabia. Y esa es la peligrosa bendición de la democracia. Se votan las vísceras como las ideas. Las emociones como las mentiras.

Más adelante, una fila de carros interminables avanzaba tan lento que el movimiento casi pasaba desapercibido. El no tan inusual embotellamiento esta vez lo había provocado un accidente. Una sábana manchada sangre cubría un cuerpo inerte, mismo que había salido disparado unos cuantos metros del automóvil deformado.

Los vecinos de los barrios aledaños miraban curiosos desde los cerros, atentos, pero no perturbados, como entendiendo hasta con cierta desidia lo inevitable que resulta la muerte, la súbita tragedia, la accidentada realidad.

Estas escenas que daban la bienvenida a la metrópoli parecían premonitorias, o más bien, un contundente recordatorio del estado de las cosas en México, de la flotante esperanza que se vota, con toda la contradicción que esto implica, con la violencia y la muerte que parecen ya ser parte de nuestro paisaje.

Días antes, conversaba con un académico que diseccionaba la realidad política de México, y lo hacía, para mi sorpresa, con contundente optimismo. “Estamos siendo testigos de una operación de estómago, extirpando el cáncer y viendo todo lo podrido que hay dentro, y claro no es una vista agradable, pero sí es necesaria”, decía.

Hablamos de cómo la catarsis dolorosa y el momento que atraviesa el país, con toda su guerra sucia en pre-campaña, con dudosas alianzas políticas, innumerables denuncias y revelaciones de esquemas de corrupción, estafas, atropellos y abusos de autoridad; son de hecho señal de que nuestra democracia quizá esté empezando a funcionar.

Que todo sube e inevitablemente baja, que todo pasa y todo llega, y que las flores de la democracia también vienen con espinas. ¿O será que todo tiene que cambiar para que las cosas sigan igual? Y sea Heráclito o Lampedusa quien lo haya decretado, esto también podría explicar el ambiente político actual de incertidumbre que vivimos en México.

Este año electoral sin duda será determinante. No es sólo el año en el que se rota el poder y se elige a un nuevo presidente, es también el último periodo de una administración y un legado, por bueno o malo que éste sea.

En el vecino del norte, el último año de Barack Obama se vio ofuscado por los intentos de su equipo para preservar y proteger su legado y sus victorias legislativas más importantes ante la inminente llegada del populista Donald Trump.

El último año del presidente Enrique Peña Nieto también se ve enmarcado por el miedo y la incertidumbre, en este caso ante una probable llegada de la izquierda al poder.

Pero en el caso mexicano predomina no tanto la voluntad de preservar logros como el Pacto por México y sus reformas, sino más bien el miedo y sus intentos de esquivar y frenar lo ya ineludible: el desmoronamiento del status quo. Y es que, las grietas ya no son grietas, ya son el desplome inminente de un quehacer político.

Aunado a esto, está el profundo terror de lo que hasta hace poco en México parecía una nebulosa y un abstracto: las consecuencias de los hechos, la rendición de cuentas, la justicia.

Los edificios de la corrupción y el estancamiento tienen que derrumbarse para que algo más se erija, y no para ser reemplazados con nuevas consignas políticas, sino con nuevas estructuras.

La paradoja mexicana, la nueva y la de siempre, hoy recobra su significado más profundo.

El desenlace sólo está por verse.

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