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Qualis vita, talis oratio

Mucho se ha especulado sobre el embate del presidente electo Andrés Manuel López Obrador con la compleja realidad política, social y económica de México durante este frenético periodo de transición. También se han señalado las contradicciones que se asoman al aterrizar un discurso habitualmente entonado en permanente tono de campaña, aspirante de poder, por uno […]

Mucho se ha especulado sobre el embate del presidente electo Andrés Manuel López Obrador con la compleja realidad política, social y económica de México durante este frenético periodo de transición. También se han señalado las contradicciones que se asoman al aterrizar un discurso habitualmente entonado en permanente tono de campaña, aspirante de poder, por uno más sensato y realista anclado por el peso de quien lo consigue.

Esto se ha reflejado al retractarse de promesas imposibles, o en otros casos al adelantar justificaciones (el país está en bancarrota), todo con el propósito de modular las gigantescas expectativas sustentadas en el deseo colectivo por un cambio, mezclado con el tamaño de la promesa de ser él conducto y guía para lograrlo.

Que se acabe la corrupción, que la sangre pare de correr, que encuentren a los 30 mil desaparecidos, que se les entregue de una vez por todas a los padres de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, no solo la verdad de lo que sucedió esa noche triste de septiembre que nos cambió para siempre, sino un remanso de paz y de consuelo. Que la brecha de desigualdad social se reduzca, que seamos felices.

Las expectativas no son malas, ni tampoco indeseables, son necesarias. Son ellas las que nos ofrecen un norte moral, emocional y un sentido de orientación de aquel lugar al que queremos llegar, o por lo menos del camino que nos pone en esa dirección.

El problema con estas expectativas desmedidas es que dan pie a una probable disonancia cognitiva, o peor, a un fracaso anticipado. El peligro es generar un corto circuito entre la promesa explícita o implícita, (acabar con la corrupción, instaurar la dignidad), con los compromisos, pactos, las agendas y acuerdos necesarios para administrar un país, y las emociones que produce nuestro anhelo compartido de lo ideal, de lo que podría ser, de lo que quisiéramos que fuera.

Deseamos cambios radicales que parten del hartazgo y el enojo, pero demandamos al mismo tiempo prudencia y conocimiento del nuevo mandatario. Queremos que el nuevo gobierno asuma nuestras preocupaciones y resuelva los problemas más urgentes, y olvidamos que estos son tan relativos y diversos como lo somos más de 120 millones de mexicanos que habitamos este país.

En este sentido, este periodo de transición quizá deba servir también como un tiempo prestado de reflexión para definir qué vamos a exigir y cómo lo vamos a exigir. De mesurar y aterrizar esas demandas tomando en cuenta no solo nuestras expectativas, sino también el rumbo más responsable y factible, asumiendo que la democracia no es un paseo gratis y que un mayor bienestar para todos, se logra así, entre todos y por todos.

Nos haría bien a todos recordar al filósofo hispano-romano Lucio Anneo Séneca, quien sentenció hace casi dos mil años, qualis vita, talis oratio (que tu vida sea como tu discurso). La “transición” debería ser aplicable para todos los que exigimos o castigamos con el voto y la consigna, para convertirlo además en participación, denuncia y responsabilidad cívica.

Que la expectativa de cambio aplique para nosotros mismos como sociedad y se transforme así en verdad y juicio de todos.

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