Andrés Calamaro

A mí me gusta contar que una noche de marcha, en un bar del barrio de Malasaña de Madrid, conocí a Andrés Calamaro. No sé si fue cierto o no, y no me pregunten por qué esto es así, ya lo dice este Rey Salmón: “Se ve que para algo usé la cuchara / Que no encuentro sopa, postre ni ensalada, / Hay botellas vacías de marcas extrañas, / Las debo haber tomado, que resaca”. 

Yo prefiero seguir contando que aquella noche saludé al cantautor argentino. 

José Garza José Garza Publicado el
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A mí me gusta contar que una noche de marcha, en un bar del barrio de Malasaña de Madrid, conocí a Andrés Calamaro. No sé si fue cierto o no, y no me pregunten por qué esto es así, ya lo dice este Rey Salmón: “Se ve que para algo usé la cuchara / Que no encuentro sopa, postre ni ensalada, / Hay botellas vacías de marcas extrañas, / Las debo haber tomado, que resaca”. 

Yo prefiero seguir contando que aquella noche saludé al cantautor argentino. 

Lo que sí es cierto es que descubrí su música por encargo de mi amigo Mario Núñez, que en cada viaje de Monterrey a Madrid me solicitaba los discos de Los Rodríguez, la banda que Andrés formó en los años ochenta con Ariel Rot, y las nuevas producciones que Calamaro iba entregando en solitario como Honestidad brutal y El Salmón. Así lo descubrí. Pero el disco que quedó prendado a mí para siempre es Alta suciedad. Sin duda: me lo llevo a la tumba para resucitar con éste, junto con la caja negra Obras incompletas y su nuevo libro editado por Planeta: Paracaídas y vueltas. Diarios íntimos. 

Con la calidez de un poeta, Andrés Calamaro se revela, se descubre y se deja caer de bruces en este libro para que el lector, su fan, lo reciba entusiasmado y lo salve –se salven juntos– porque advierte que la caída es, en realidad, el ascenso de un artista genuino que te susurra y te habla en un tono confesional de la experiencia que ha sido su vida, embriagada de cultura, de arte, de música; una vida en movimiento creativo permanente, en gira perpetua.

“Paracaídas y vueltas. Diarios íntimos” es un caleidoscopio: infinidad de fragmentos en clave de cartas, diarios y crónicas; notas para una biografía múltiple que registra el testimonio más eufórico que nostálgico de una vida llena de intensidad creativa, que otorga una categoría mayúscula a la amistad y la fraternidad de propios y extraños que han dejado huella en él y en el arte, y con estímulos tan diversos como la tauromaquia, la literatura, las sustancias tachadas de non sanctum y los viajes como destino mismo de un extranjero hasta de su propia tierra y un ciudadano del lugar en el que se encuentra.  

Con esta estructura, Calamaro reconoce la referencia honorable a las estampas literarias, los aguafuertes, del grandioso Roberto Arlt; pero la sección final del libro, con algunos versos, lo desnuda como lo que es auténticamente: un poeta. 

Este libro es, así, sorprendente. Porque si bien la condición de escritor es inherente a Calamaro, y su producción como compositor es impresionante, y son sabidas y muy leídas sus colaboraciones especiales como autor de prólogos para libros y de artículos para periódicos y revistas, Paracaídas y vueltas representa su primer libro como tal.

El propio Andrés Calamaro explica en el prólogo del libro que debe mucho al respecto al periodista argentino y editor Rodolfo Palacios, a fin de darle forma a este conjunto laberíntico de textos: “Elegí contar mi vida de esta forma –dice–, sin evacuar recuerdos de la infancia ni mostrarme como un forajido de noches interminables y guitarras eléctricas anunciadas con los huesos y la calavera de una bandera pirata”.

Ya le dije a mi amiga Myriam Vidriales que me ayude a presentar en Monterrey Paracaídas y vueltas. Si lo conseguimos, Myriam tendrá un monumento en mi agradecimiento y Andrés Calamaro un pedestal en el cerro de La Silla para que desde ahí contemple, como un Dios, esa emoción encendida con la que cantamos el “loroloro” de esa canción de rock con distorsión y honestidad brutal –y un muy buen solo de guitarra– que es Los chicos.

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