No hay imagen disponible

Nostalgia de campaña

Las cosas se están poniendo sucias en el campo electoral. La semana pasada, la campaña del presidente Obama sugirió que Mitt Romney podría ser culpable de un delito mayor, por entregar documentos engañosos a la Comisión de Valores y Cambios.

Y el equipo de Romney sacó al aire un nuevo aviso pintando a Obama como mentiroso. Los candidatos están orquestando campañas rivales de desprestigio. Obama describe a Romney como un inversor acaudalado, codicioso, despiadado, que coloca las ganancias por encima de los individuos y quien “subcontrató” puestos de trabajo. 

Las cosas se están poniendo sucias en el campo electoral. La semana pasada, la campaña del presidente Obama sugirió que Mitt Romney podría ser culpable de un delito mayor, por entregar documentos engañosos a la Comisión de Valores y Cambios.

Y el equipo de Romney sacó al aire un nuevo aviso pintando a Obama como mentiroso. Los candidatos están orquestando campañas rivales de desprestigio. Obama describe a Romney como un inversor acaudalado, codicioso, despiadado, que coloca las ganancias por encima de los individuos y quien “subcontrató” puestos de trabajo. 

El Obama de Romney es un intervencionista con sed de poder, cuyas políticas alienan a las empresas, retardan la recuperación y amenazan la libertad de los estadounidenses. 

Hay maneras más caritativas y reveladoras, a mi parecer, de contrastar a los candidatos que estas caricaturas partidarias. Yo denominaría a Obama como un “distribucionalista” y a Romney, como un “expansionista”. 

Por “distribucionalista”, quiero decir que Obama ve el gobierno como un instrumento para promover la justicia social y económica, cuando redistribuye el botín de una sociedad rica. 

El crecimiento económico no se ignora, pero tiende a darse por sentado o a tratarse como una prioridad menos importante. ¿De qué otra manera explicar, por ejemplo, la decisión de Obama de promover la Ley de Asistencia Médica Asequible (ACA, por sus siglas en inglés u “Obamacare”) —un enorme programa social nuevo— en medio de la más profunda crisis desde la Gran Depresión? 

Para Obama, el gobierno es el medio de proteger a los débiles y vigilar a los fuertes. Consigue que el sistema sea más responsable regulando la conducta indeseable (por ejemplo, la contaminación o la propaganda falsa) y alentando a sectores socialmente útiles (por ejemplo, la energía “verde”). 

El gobierno se convierte en el árbitro económico por excelencia y un agente de la amplia clase media contra los estrechos intereses de los ricos y las corporaciones. 

Como “expansionista”, Romney considera el mayor crecimiento económico como la solución para muchos problemas acuciantes. Reduce la pobreza, eleva el sentido de valor de los norteamericanos y calma los conflictos sociales. 

Un gobierno excesivamente activo debilita la economía al crear incertidumbres y obstáculos para las inversiones y para asumir riesgos. El énfasis sobre la redistribución de las ganancias económicas para lograr un bien común mayor suena bien, pero se la considera contraproducente porque reduce el crecimiento económico. 

Tampoco se trata de los ricos contra todo el resto, en la opinión de Romney. Entre los perdedores, en una economía de crecimiento lento, se encuentran los desempleados —especialmente, los jóvenes— junto con gobierno locales y estatales en apuros, y familias cuyos ahorros han sido agotados. 

Los grandes déficits presupuestarios, una consecuencia del crecimiento lento, reducen muchos programas gubernamentales. Sólo podemos reactivar la economía reduciendo las tasas fiscales y las reglamentaciones. 

Que quede en claro que, en la práctica, estas dos visiones no se excluyen mutuamente. Por supuesto, los demócratas prefieren un crecimiento económico más elevado; los republicanos no eliminarán todos los impuestos y reglamentaciones. La retórica de las campañas exagera las diferencias. Aún así, los contrastes son genuinos. 

Lo que tienen en común, a mi parecer, es la nostalgia. 

Las prácticas de Obama constituyen un populismo barato. Obama parece suponer que las complejidades de la ACA y sus repetidos ataques contra las empresas (compañías petroleras, compañías de seguros, bancos, fondos de inversión, fondos de patrimonio privado y “los ricos” en general) no afectan el clima para las inversiones y la creación de puestos de trabajo. Eso es dudoso. 

Su distribucionalismo tiene consecuencias. Es cierto, Obama heredó una economía pésima y una perdida de trabajo masiva; pero el hecho de que la recuperación se haya debilitado, mientras el desempleo continúa alto, no puede divorciarse de la falta de confianza que él ha generado en la comunidad empresarial. 

En cuanto a Romney, su énfasis en un mayor crecimiento económico, aunque deseable, no es panacea alguna. Incluso si triunfara, las tasas de crecimiento no llegarían a los niveles previos por una sencilla razón: una sociedad que envejece. 

Habrá más jubilados y menos trabajadores nuevos. Romney no puede cambiar ese hecho. E incluso un crecimiento económico más veloz dejará enormes déficits presupuestarios, que reflejan una gran brecha —también impulsada por el envejecimiento y los altos costes sanitarios— entre los compromisos futuros de gastos y los impuestos. 

Pueden recortarse las tasas fiscales; pero toda pérdida de rentas públicas tendría que contrarrestarse dando fin a las exenciones fiscales. 

Las campañas mediáticas que Obama y Romney están librando mutuamente no son una sorpresa políticamente. 

La victoria le espera al que pueda convencer a los electores menos comprometidos que el otro es un canalla. 

El desliz nostálgico de los demócratas en protectores sociales y de los republicanos en reductores de impuestos es igualmente comprensible. Los papeles son conocidos y satisfactorios. El problema es que han sido sobrepasados por la realidad. Los estereotipos de ayer no resolverán los problemas actuales. 

Un asunto central para el ganador de noviembre será resolver la brecha entre los compromisos de gastos gubernamentales y sus recursos fiscales —y deberá resolverla de manera que no sacuda la economía en forma tal que se deteriore aún más; o, alternativamente, que no conmocione a la opinión pública creando una reacción negativa y derrumbándose. 

El desafío real, aunque ignorado, es el siguiente: redefinir el gobierno en forma tal que sea económicamente viable y políticamente aceptable. Considerando que la campaña presidencial podría clarificar opciones o animar a un consenso, hasta el momento, se la ha desaprovechado.