El Rey convierte un palacio en cantina

El Palacio de Bellas Artes presentó un concierto homenaje a José Alfredo Jiménez, en el que la Orquesta Sinfónica Nacional demostró por qué tras cincuenta años de su fallecimiento el cantautor guanajuatense sigue siendo el rey

La gente va y viene, camina a prisa y con calma, sin detenerse a mirar y contemplando. El centro de la Ciudad de México es una contradicción latente, la definición de la ambivalencia que respira con cada fotografía que sus visitantes capturan y que exhala con cada detalle que sus habitantes olvidan. En ese espacio de claroscuros existe un edificio que parece erigirse ante toda contrariedad, un coloso de mármol cuya claridad no depende de la blancura sino de la historia que lo sostiene: El Palacio de Bellas Artes.

En sus salas se consagra el arte nacional, sus puertas sirven como custodios del prestigio y solo se abren para quienes la consagración forma parte de su naturaleza. Ahí, en esas salas que tanto saben de Chopin y Debussy, José Alfredo Jímenez cambia por una noche al mariachi por la orquesta. No tiene nada que probar, la eternidad de El rey se escucha en cada cantina que lo toca, se siente en cada garganta que lo canta y en cada pecho que lo sufre; en esta ocasión el honor es de todos.

Dentro de los salones de Bellas Artes hay un ambiente de fiesta, como si Garibaldi hubiera abierto sucursal unos kilómetros antes, las parejas cuchichean, los grupos juegan entre sí; todos esperan. Aguardan que las puertas abran, que los acomodadores los lleven a sus asientos y que la luz baje al tenor de una tercera llamada. Por fin una voz anuncia el inicio, cientos de ojos y oídos expectantes se agazapan en un silencio que caduca con la salida de cinco jóvenes, tres mujeres y dos hombres, seguidos de un frac copado por cabellos grises y una batuta en la mano.Por un instante los aplausos quiebran cualquier mutismo sólo para caer en él otra vez . El hombre vestido de gala, Ludwig Carrasco, sube a una plataforma y con un movimiento de muñeca José Alfredo cobra vida.

La orquesta da indicios, los vientos se parecen a otros vientos y las cuerdas son familiares a otras cuerdas, pero no es hasta que las voces cantan, que se confirma lo que todo hombre, mujer y niño sabe en este país: No vale nada la vida, la vida no vale nada. La melodía cambia, los instrumentos son distintos, pero José Alfredo es el mismo. Su música invade una sala de conciertos que cincuenta años después de su muerte lo recibe con la vitalidad de quien nunca dice adiós, ni siquiera hasta pronto. Allá, nomás tras lomita termina la primera canción y el público aplaude el eclecticismo de un ejercicio que entrega virtud en la adaptación.

En medio de un silencio artificial la mano de Ludwig vuelve a crear sonido, no, sonido no, melodía. Como si de su batuta pendieran hilos atados a los dedos de los ejecutantes, si su mano soplara aires de los labios de los músicos o con la inclinación de su cabeza las percusiones tronaran, así es la coordinación de la orquesta. No es una sola mente, una conciencia que mueve a las demás, es más bien la perfecta sincronía que solo la autonomía puede brindar. Cada músico en la orquesta decide hacer su parte, elige ensayar hasta que el mundo se perciba en escalas, para que al momento que el hombre del Frac de un vaivén con la batuta o una indicación con la mirada la música nazca sin tropiezo alguno.

El concierto sigue, los romances de José Alfredo se dan en serenatas sin luna y amanecen en brazos amados pero son interrumpidos por una fiesta con dedicatoria a un pueblo del Pacifico. La gente aplaude al final de cada canción, con cada arreglo la división que parecía irremediable entre la cantina y el palacio se vuelve, poco a poco, un asunto del pasado. De pronto, una nebulosa naranja surge de por la puerta y los aplausos de rigor se multiplican en intensidad. Maria Katzarava, con una presencia que inunda cada butaca de un lleno total, promete mundos inéditos, amaneceres novedosos y nubes de terciopelo; el público aplaude, corea y vuelve a vitorear. Cualquier reserva desaparece, todos los signos de duda se vuelven absurdos y la orquesta pierde cualquier resquicio de sobriedad para ganar una legitimidad que solo el cariño puede dar.

Un intermedio se antoja demasiado largo, pero al cabo de unos minutos las puertas se cierran, las luces bajan y la orquesta vuelve a cargar. Canción tras canción el público pierde la inhibición, acompaña a los del micrófono y los aplausos interrumpen a mitad de la función. Cualquier rastro de cinismo es enterrado por luces que se dejaron encendidas y que nadie en el Palacio de Bellas Artes sabe cómo serán apagadas. La función continua, el programa avanza, sin embargo, hay una omisión flagrante. El Rey hace su aparición.

Con todos los cantantes de la noche en escena la canción que diera mote a José Alfredo se perfila como la última de la noche. “Pero sigo siendo el rey” resuena en el Palacio de Bellas Artes y por un momento el mármol de sus pisos pierde todo recato para dar paso a un auténtico jolgorio. Los artistas se despiden, Ludwig, Maria y el resto de los músicos dan las gracias frente a un público desaforado que pide “otra, otra, otra”. Entre gritos con peticiones de más canciones y algunas exigencias de complacencias el conductor regresa a su plataforma para dar rienda a la música. El rey regresa, esta vez acompañado de toda garganta y pulmón que guste unirse.

Cuando la mano de Ludwig marca el silencio y los aplausos por fin se contienen, los músicos salen del escenario y la gente empieza a abandonar sus asientos. Hay quien pide una cerveza, quien busca una foto de recuerdo e incluso a quienes Garibaldi les queda muy lejos y deciden empezar a cantar en los salones de un palacio. José Alfredo ya era inmortal, su recuerdo no descansa y su música no se olvida; un homenaje en el templo del arte nacional es tan apropiado como escucharlo con unos tequilas encima.

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