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Más vivos que muertos

La muerte nos ronda. Hemos aprendido a jugar con ella. Nuestras memorias tienen colores que se leen con calaveras, las saboreamos al ritmo en el que el pan de dulce se sumerge en el chocolate caliente y admiramos catrinas. 

Pero la muerte para algunos representa algo más que figuras hechas con papel de china, o las flores de cempaxúchitl en las tumbas de los panteones. 

La muerte nos ronda. Hemos aprendido a jugar con ella. Nuestras memorias tienen colores que se leen con calaveras, las saboreamos al ritmo en el que el pan de dulce se sumerge en el chocolate caliente y admiramos catrinas. 

Pero la muerte para algunos representa algo más que figuras hechas con papel de china, o las flores de cempaxúchitl en las tumbas de los panteones. 

En Monterrey, en los últimos años, la muerte tiene un significado profundo para algunas familias que han tenido que enfrentarla sin esperarla, en esas formas en donde no sólo se traduce en lo inerte de un cuerpo físico, sino en la muerte del Estado. 

Esos momentos en donde la gente se da cuenta que los gobiernos y quienes nos gobiernan no están haciendo su trabajo como debe ser y, entonces, se muere la confianza en que puedan resolver problemas, o casos específicos. 

Don Ernesto a quien he citado algunas veces y es padre de Efraín Vidal Flores –víctima de desaparición forzada- uno de estos días tomó el teléfono para desahogar esos periodos de frustración. 

Lo peor del caso es que ante la muerte de la esperanza, una se queda muda, ¿qué más se puede hacer, o decir, cuando tal parece que no hay salidas? 

Es lamentable la falta de empatía que las autoridades muestran ante éstas y otras familias. 

Deja un sinsabor de boca que se inviertan tantos millones de pesos en seguridad y no se refleje en las investigaciones ni en la prevención de la delincuencia. 

Es inaceptable que estas familias tengan que “mendigar” justicia cada vez que los gobernadores o procuradores en turno se encuentran en una plaza pública. 

Es triste que nosotros en lugar de empoderarlos, sólo los veamos con los ojos de la compasión y la resignación, como si no pudiéramos ponernos en los zapatos de quien está esperando, al menos y por derecho, una explicación sobre el paradero de sus hijos, sobrinos, hermanos, amigos… 

Porque mientras nosotros hacemos la vida cotidiana, hay quienes están matando al país con sus actos de corrupción, compadrazgos y mediocridades. 

Porque hay quienes con cinismo, incluso no necesitan disfraces, nos mienten y todos nos damos cuenta de ello.

Esto es la sobrevivencia ante “el atole con el dedo” y “de lengua me como un taco”, de cada uno de nuestros días. 

Sin embargo, incluso cuando la muerte de la esperanza te arrebata el presente con incertidumbre, don Ernesto me vuelve a demostrar de qué están hechos los vivos de este país. 

Me cuenta, entonces, con emoción, de un proyecto que lo tiene ocupado en estos últimos días para hacer que jóvenes contribuyan al mejoramiento de la colonia en donde él vive. 

“No sé si mi hijo regresará, pero veo en los jóvenes la expresión de su vida”. 

Sonrío. No puedo más que entender que lo que mantiene aún con vida a este país y a esta ciudad son sus vivos. 

Pero la manifestación de la vida tiene que ser tangible, presentarse no en forma de palabras de cursilería, sino en forma de proyectos, de movimientos, de análisis, de propuestas que sean una muestra tan grande, o tan pequeña, como nuestra necesidad de cambiar a este país. 

Que la muerte signifique más bien ese tránsito colorido por renovadas formas de experimentar nuestra ciudadanía corresponsable. 

Que en las ofrendas de esta semana, no haya una sola dedicada a la muerte de la confianza, la transparencia o la inteligencia colectiva. 

Que en los olores de la comida que se asienta, haya nuevos bríos como los de don Ernesto, de volver a mirar a la vida de cada día, pese a todo, con la paciencia (y la paz-ciencia) como la de él: la de la espera de justicia, la de la espera de su hijo.

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