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La arrogancia ciudadana

“La costumbre es más fuerte que el amor”, dice la canción de Juan Gabriel. 

Lamentablemente, o para fortuna de quienes vemos oportunidad en el drama cotidiano de México, la historia nos ha demostrado que pocos son los que velan por el cumplimiento del empoderamiento que nos otorga por derecho el Artículo 39 de la Constitución Política: “Todo poder dimana del pueblo”. 

Sin pretender entrar en el debate de la democracia, es evidente que la herencia del autoritarismo nos ha dejado en el “limbo” del “sospechosismo” y la incertidumbre. 

“La costumbre es más fuerte que el amor”, dice la canción de Juan Gabriel. 

Lamentablemente, o para fortuna de quienes vemos oportunidad en el drama cotidiano de México, la historia nos ha demostrado que pocos son los que velan por el cumplimiento del empoderamiento que nos otorga por derecho el Artículo 39 de la Constitución Política: “Todo poder dimana del pueblo”. 

Sin pretender entrar en el debate de la democracia, es evidente que la herencia del autoritarismo nos ha dejado en el “limbo” del “sospechosismo” y la incertidumbre. 

El abuso constante, la corrupción, la desigualdad, el nepotismo, como una serie de acontecimientos no gratos, deja todo, menos la idea de que las cosas puedan cambiar. Por eso mismo, he salido a defender mis quejas y las de otros a las calles. Es como si un cuerpo enfermo no pudiera más con sus dolores y sosteniendo una pancarta es “morfina” para no sentirlos demasiado. Aunque no resuelve la “enfermedad”,  al menos da señales de dónde se ubica eso que nos fastidia o nos tiene en la indignación. 

Sin embargo, esta metáfora en los últimos meses se ha quedado corta. La queja no sólo sube de tono y se convierte en actos virtuales o presenciales donde se exacerba el odio y la violencia con dolo. 

También por la queja se justifican golpes, atracos, difamaciones. La queja que se ha convertido en una bandera de arrogancia ciudadana por quienes supuestamente defienden causas justas, pero que terminan comportándose igual o peor que quienes juzgan con severidad. 

No sólo pasa aquí, hace mucho tuve este debate con una funcionaria pública de Bolivia. Para ella era fundamental permitir que la ciudadanía se manifieste y participe, sin embargo, esas exigencias eran cada vez más agresivas o sin conocimiento de causa con exigencias hasta inverosímiles, lo que le resultaba agotador cuando intentaba comunicarse con las comunidades. 

Su preocupación me dejó pensando seriamente porque ahora mismo veo a varios funcionarios públicos envueltos en ese dilema. Algunos con la posibilidad por reglamento, o apertura personal, a la participación y otros que huyen de ella por miedo a la confrontación que representa, una que no parece basarse en el diálogo sino en el juego que nos enseñaron a jugar desde que conozco a mi país: el gritófono. Quien grite más, tiene más razón o capacidades para resolver un problema. 

Lamentablemente, en México carecemos de expertos en cultura ciudadana o implementación de metodologías para hacer de la participación un proceso eficiente. 

En algunos estados del país, como Nuevo León, ni siquiera contamos con una Ley de Participación Ciudadana. 

Hay oficinas gubernamentales que no incluyen programas de educación o de comunicación para relacionar a la ciudadanía con los proyectos. 

También hay que considerar que la población en nuestro país no tiene las mismas oportunidades. Y, para variar, no somos tan diversos como pensamos. 

En la realidad la bipolaridad ochentera es marcada todavía: derecha o izquierda, arriba o abajo, con o sin escuela. 

Así que no todos estamos en acuerdo de consensar, dialogar, preguntar, como lo hacen muchos ciudadanos en países del primer mundo. De los activistas, qué te puedo decir, más que reconocer que no todos han salido del blableo (blablablá) para realmente hacer cambios que incidan en la transformación del país. 

Si piensas que estamos fritos, no lo dudes, pero podríamos estar peor. Actualmente existen muchas necesidades, pero una de ellas es reinventar la relación de la ciudadanía con sus gobiernos y con quienes nos gobiernan. 

En un contexto como el actual en donde las instituciones están rotas, no creemos y todo parece prácticamente imposible, debería haber una salida de emergencia. Pero para que eso suceda, no sólo es responsabilidad de los funcionarios en turno, también de nosotros. La queja, que siempre defenderé, debe ser la detonadora para la búsqueda de respuestas colectivas, porque en el momento en que la convertimos en gritófono, en plataforma mediática, en contagio de exageradas sospechas, en violencia y difamación, en arrogancia ciudadana, me queda claro que nada ganamos. Ni ellos ni nosotros. Y de lo que se trata, ante las demandas emergentes, es que todos quepamos en el país que nos merecemos.

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