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Crear para creer…

He crecido en un país que me enseñó a no creer ni en mí, ni en los demás. 

En realidad, hasta la fecha sigo haciendo intentos de no ceder ante la tentación de creer que no debo creer. 

Obviamente, el juego de palabras parece demasiado ingenuo cuando vemos que políticos, empresarios, vendedores, y un sinfín de personas más, minan nuestra capacidad de creer vez tras vez. 

He crecido en un país que me enseñó a no creer ni en mí, ni en los demás. 

En realidad, hasta la fecha sigo haciendo intentos de no ceder ante la tentación de creer que no debo creer. 

Obviamente, el juego de palabras parece demasiado ingenuo cuando vemos que políticos, empresarios, vendedores, y un sinfín de personas más, minan nuestra capacidad de creer vez tras vez. 

A este México que hoy los periódicos a nivel internacional lo colocan como una de las esperanzas para la economía mundial, o que los expertos pueden encontrar ciertas áreas de oportunidad para el desarrollo, pero en el que pocos creen. 

No. La incredulidad tampoco apareció en nuestros procesos cognitivos de manera fortuita. 

Cada quien trae su propio letrero de “favor de no hacerlo. Es altamente peligroso”. 

Ese “sistema operativo” de la incredulidad, me ha llevado un montón de veces a pensar que lo mejor es irse. 

Huir, escapar, “ahuecar el ala”, salirse. 

Cuando era niña me tocó ver a muchos migrantes usar ese sentido común de sobrevivencia. El “norte” –el del más al norte- se convirtió en refugio. 

Me convencí a mí misma que no sólo se migra por necesidad de comer, también por necesidad de hacer lo que más te gusta. 

Así, abandoné el país a mis 20 años. 

Esa fue la primera oportunidad de enseñarme que había otros mundos más amables o esperanzadores que el propio. 

Producto de ese abandono resultó el encuentro con un país de primer mundo: Canadá, que no sólo tiene una de las ciudades, Vancouver, cuya calidad de vida la colocan dentro del ranking internacional como de las que cumplen con el mayor número de indicadores para el desarrollo humano, sino que además su oferta educativa, cultural, de negocios, tecnología, es atractiva para el mundo. 

Sé que vas a pensar de manera inmediata que no puedo comparar porque tenemos realidades distintas. Lo acepto. 

Entonces, me regreso a nuestro país, como regresé aquel día a México. 

Pero por más que lo intente, sigo pensando que tiene que existir una forma para creer. 

A veces me descubro cientos de veces como foránea y extranjera justo para eso, para ver que es posible aunque no parezca, con otra historia, con otros humanos, con otra política, pero es posible. 

Aunque me encanta mi país no quiero imaginarme lo mejor de él sólo por sus “enchiladas de Sanborns” como dice la maestra Denise Dresser. 

En realidad, quisiera sentirme orgullosa de él por tener los mejores políticos, los mejores funcionarios públicos, los mejores planes y programas para el respeto de los derechos humanos, para la ciudad, para elevar nuestra calidad de vida. 

Un país en donde la queja sea queja, pero no amarga, y donde la resilencia nos permita algo más que sólo sobrevivir a la corrupción, la impunidad, la desigualdad y la delincuencia de “cada día”. 

Cuando me desespero de mi incredulidad, vuelvo a creer. 

Pero sólo son las acciones las que condicionan esto. 

Me he dado cuenta porque cada día que amanezco quiero encontrar las razones por las que decidí no migrar. 

Cuando veo que hay gente que está dispuesta a invertir su tiempo, dinero y esfuerzo en crear otras maneras de encontrar soluciones, entonces creo. 

Cuando trabajo con personas talentosas y éticas en cuyos ojos puedes observar su honestidad, entonces creo. 

Cuando me toca explicar los proyectos públicos que realizamos, entonces creo. 

Creo de crear, no de creer. 

Porque en  México sólo puedo romper la incredulidad creando, no solamente creyendo. 

Y creando para creer. 

Eso que hace tanta falta en el país de la desconfianza: creer.

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