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Manos solidarias

En Amatitlán, Veracruz, yace un oasis de esperanza para los miles de ilegales centroamericanos que cruzan el país rumbo a los Estados Unidos en búsqueda del sueño americano.

En este lugar –partido a la mitad por las vías del ferrocarril- emerge el albergue de Las Patronas. Es un puñado de mujeres que desde hace 20 años sacan fuerzas de entre la pobreza para dar lo poco que tienen a los inmigrantes que viajan en “La Bestia”, el tren que se dirige rumbo a la frontera.

14
mujeres
de la comunidad
Guadalupe, Veracruz,
son las principales
responsables
del albergue Las Patronas
"Más que comida y un techo, aquí nos dan algo que en ninguna parte encontramos en México: mucho cariño, respeto y dignidad”
JimmyMigrante hondureño
Otro de los voluntarios que en este periodo decembrino de vacaciones se ha sumado al trabajo sin remuneración
https://www.youtube.com/watch?v=GOC6gjBOrOk

En Amatitlán, Veracruz, yace un oasis de esperanza para los miles de ilegales centroamericanos que cruzan el país rumbo a los Estados Unidos en búsqueda del sueño americano.

En este lugar –partido a la mitad por las vías del ferrocarril- emerge el albergue de Las Patronas. Es un puñado de mujeres que desde hace 20 años sacan fuerzas de entre la pobreza para dar lo poco que tienen a los inmigrantes que viajan en “La Bestia”, el tren que se dirige rumbo a la frontera.

Son las responsables de mantener en operación el albergue más importante de todos los que se extienden en la ruta que va desde la frontera sur en Chiapas hasta la frontera norte.  El de Las Patronas es el refugio que menos recursos oficiales recibe para su sostenimiento. De hecho, desde que está en operación, desde 1995, no ha recibido un solo peso de parte del Gobierno Federal. 

Pero en los últimos cinco años ha atendido a poco más de un millón de migrantes, a los que les han dado no solo alimento y un techo para dormir, sino también un hogar temporal que les devolvió su condición humana.

El Día Internacional del Migrante, en el albergue de Las Patronas no hubo ceremonia oficial. Aquí se festejó como todos los días: hubo frijoles, huevo y arroz para todos los que van de paso y necesitaban comer. Hubo también baños limpios y una cama para los cansados de su peregrinar.

Julia fue la encargada de atender a los inmigrantes que llegaron este día. Desde muy temprano atendió a sus huéspedes con una vaporosa olla de café. Les ofreció pan y se dio tiempo para platicar con algunos de ellos. Todos le dicen madre, y es como una madre para todos: les ruega para que coman. La mayoría de los inmigrantes que llegan a la casa de Las Patronas, provienen de Honduras. Hay unos cuantos guatemaltecos, que como niños se acercan a ella para contarle las vicisitudes del viaje. Amorosa, los escucha. No ha faltado la ocasión en que tiernamente ha limpiado las lágrimas de algunos de ellos, los que terminan besándole las manos.

A Julia también la invade el sentimiento. Suelta de vez en cuando sus lágrimas. Los ojos llorosos de sus migrantes le recuerdan la vez, hace ya 17 años, que hizo que naciera en ella la vocación de servicio; recuerda cuando estaba en su casa y un inmigrante tocó a su puerta. Era un seminiño que le pidió una tortilla para mitigar el hambre. A ella se le vino como en una cascada la imagen de la madre de aquel y asumió como propio el dolor ajeno.

Como si escuchara un llamado de fe, Julia se incorporó a Las Patronas. Decidió, al igual que las otras 11 mujeres que conforman el grupo, dedicar su tiempo y recursos para ayudar a los inmigrantes que cruzan por esa zona de Veracruz, uno de los pasos más peligrosos para los que viajan en el lomo de la metálica Bestia, en donde no se sabe cuál es la peor acechanza, si el hambre y el desamparo o el cartel de los Zetas que los roban, secuestran y extorsionan.

Con sus casi 1.50 metros de estatura, pero con un alma gigante, Julia no para de atender a “sus niños”. Les procura las comodidades posibles. Les ruega para que dejen de estar tristes. Les habla con nombres apreciativos que hacen que se olviden por un instante del miedo que sienten de estar en suelo mexicano, en la tierra de los cárteles. Con exactitud militar organiza los quehaceres del albergue. Manda brigadas de inmigrantes a que laven los trastes, otros se encargan de barrer, unos más asean los dormitorios y los baños.

El día de ayer pasó el ferrocarril en su horario irregular con una carga humana de más de 200 inmigrantes provenientes del sur. Julia está contenta porque casi todas las manos que le nacieron al tren pudieron llevarse una ración de comida. 

“Ese es el mejor pago que podemos tener todas: ver que la mayor parte de la comida que preparamos sirva de ayuda a nuestros hermanos inmigrantes”, dice con un dejo de orgullo que no puede ocultar.

Un ministerio de servicio

Fue hace casi 25 años, cuando Bernarda pasaba por las vías del tren, caminado con su hermana Rosa. Llevaban la leche y el pan que su madre les había encargado para la merienda.

Las voces de unos jóvenes que viajaban en el tren, las alertaron. Aquellos famélicos hombres pedían por compasión una caridad para mitigar el hambre. Pese a que el tren circulaba a baja velocidad, ellas tuvieron que correr para poder entregar las viandas que portaban en las desesperadas manos de aquellos desconocidos.

Al regresar a casa, temiendo un regaño por parte de su madre, se sorprendieron cuando doña Leonila aplaudió el acto compasivo. Las abrazó. Lejos de reprender a las dos hermanas, las convidó a convertir aquel acto inocente en un ministerio de vida. Al día siguiente estaban preparando el primer suministro de alimentos gratuitos para inmigrantes del que se tenga registro en el país. A partir de aquel 4 de marzo de 1995, se han entregado más de cinco millones de raciones alimenticias.

Fue la menor de las hijas, Norma, hoy coordinadora de Las Patronas, la que viendo la devoción casi religiosa con la que su madre y hermanas preparaban todos los días la ayuda alimentaria a los inmigrantes, que decidió sumar a su acto solidario un albergue para dar cobijo a todos los peregrinos hacia el norte que de manera frecuente pernoctaban a las afueras de su domicilio, en espera de algo de comida.

El albergue de Las Patronas, que solo se compara con el de Hermanos en el Camino del padre Alejandro Solalinde en cuanto al número de inmigrantes que atienden en forma diaria, nunca ha tenido apoyo oficial. Todo lo que se ofrece a los huéspedes del lugar es con recursos propios, y a veces, muy pocas veces, con el apoyo de organismos internacionales que han reconocido la problemática que enfrentan los centroamericanos en su tránsito por México.

Brigada solidaria

Desde hace 20 años, Las Patronas sacan fuerzas de entre la pobreza para dar lo poco que tienen a los inmigrantes que viajan en “La Bestia”, el tren que se dirige rumbo a la frontera..

Andrés Ramírez Fuentes se incorporó al servicio social de Las Patronas. 

La sociedad civil es la que a veces aporta recursos para el sostenimiento del albergue de Las Patronas. Por transparencia, esa organización no recibe recursos en efectivo, casi siempre pide que los apoyos a brindar sean en dos sentidos: con servicio social para atender a los inmigrantes o con alimentos no perecederos.

Ese planteamiento ha hecho que decenas de jóvenes universitarios, principalmente de las Universidades de La Salle e Iberoamericana, se enrolen como voluntarios en el albergue. Es común ver que jóvenes de familias acomodadas se impregnen del ejemplo humanitario que emana de Las Patronas. Dentro del albergue no hay distingos de clases sociales, todos son hermanos.

Andrés Ramírez Fuentes es un joven estudiante de arquitectura de la Universidad Iberoamericana en la ciudad de León, Guanajuato. Se incorporó al servicio social de Las Patronas porque se considera influenciado por la labor que hacen esas mujeres y porque considera que como sociedad “nos tenemos que dar la oportunidad de una reconciliación”. Esa reconciliación -está seguro-, solo se puede alcanzar mediante el servicio a los otros, principalmente a los que menos tienen.

Otro de los voluntarios que en este periodo decembrino de vacaciones se ha sumado al trabajo sin remuneración, atendiendo como si se tratara el mejor de sus amigos a cada uno de los inmigrantes que alberga la casa de Las Patronas, es Javier Cruz Saláis, un estudiante de gastronomía de la Universidad de la Salle del Bajío. Él está convencido que la única forma de transformar a México “es transformarlo de lo particular a lo general. Sólo así se podrá dar el cambio de masas”. 

Sintiendo el calor de hogar

Aun cuando la norma general es que los inmigrantes permanezcan solo dos días en el albergue y solo en contadas excepciones se puede ampliar ese plazo a dos días más, se cuentan por decenas los inmigrantes que ya no se quieren ir de la casa de Las Patronas. Algunos lo hacen con lágrimas en los ojos y otros más casi se van a regañadientes. Nadie quiere dejar el calor de hogar que se respira en ese lugar.

“Más que comida y un techo, aquí nos dan algo que en ninguna parte encontramos en México: mucho cariño, respeto y dignidad”, dice Jimmy, un hondureño que está gestionando poder pasar el día de la navidad en ese sitio. Lleva tres meses en el trayecto de Tegucigalpa a la frontera norte, y hasta que llegó a Las Patronas volvió a sentir que estaba en casa.

Herminio, otro inmigrante que llegó hace dos días desde Guatemala, dice que su mejor regalo de navidad sería poder pasar esa fecha en el albergue. Está cansado del viaje. Le gustaría quedarse unos días más no solo para matar los ayunos frecuentes que ha venido padeciendo en el viaje, sino porque allí lo han tratado con dignidad y mucho cariño. Esta dudando que su destino final sea Estados Unidos, “porque a lo mejor, lo que estaba buscando era esto: que alguien se preocupara por mí”.

Luis, con apenas 17 años de edad, recién acaba de llegar de Quetzaltenango, Guatemala. La forma en que lo han tratado dentro del albergue no deja de maravillarlo. Su mirada triste se ilumina cuando Julia le habla como a un hijo y le pide que no se vaya a quemar con la estufa. Él se sonríe. Es un niño pillado en la travesura. Baja la mirada y se contiene las ganas de abrazar a La Patrona. No quiere irse del albergue.

“¿Dónde voy a encontrar un trato como el que me dan estas mujeres”?, razona y deduce que a lo mejor la felicidad no la encuentra en los dólares que piensa ir a ganar en Estados Unidos.

Julia sabe lo que piensan sus albergados. Sabe que no se quieren ir de la casa. No dice nada. Mueve la cabeza y se sonríe. Luego se anda despacito de un lado a otro y se le escucha casi susurrar una canción. Después de todo ella también encontró allí la alegría, la que pensó que se había ido de su vida cuando murió su esposo.