Un faro literario

Federico Campbell estaba casado con una prima de mi mamá: Carmelita Gaytán. En muchos países esto nos hubiera vuelto conocidos lejanos, pero como nacimos en México, Federico Campbell era mi tío. Lo digo sin presunción, porque no conocí demasiado a Federico ni puedo presumir de haber convivido mucho con él. Pero lo digo con orgullo, porque Federico fue un gran escritor y un hombre muy generoso.

"Era un tipo generoso hasta con la noche que rebotaba por todos lados de su rostro"
Emilio LezamaEscritor

Federico Campbell estaba casado con una prima de mi mamá: Carmelita Gaytán. En muchos países esto nos hubiera vuelto conocidos lejanos, pero como nacimos en México, Federico Campbell era mi tío. Lo digo sin presunción, porque no conocí demasiado a Federico ni puedo presumir de haber convivido mucho con él. Pero lo digo con orgullo, porque Federico fue un gran escritor y un hombre muy generoso.

Federico Campbell fue el primer escritor que conocí. Me acuerdo muy bien de él una navidad en mi casa. Yo acababa de redescubrir la literatura y soñaba en ser escritor. La idea de que Federico pasara navidad con nosotros me llenaba de emoción. Supongo que algo similar han de sentir los jóvenes canteranos cuando un futbolista los visita. Esa noche, Federico me regaló una copia de su libro Clave Morse, a partir de ese momento la velada me pareció demasiado larga y la noche tediosa. La misma presencia del escritor me irritaba, quería que todo acabara para que yo pudiera leer aquel libro, el primero que leería de un escritor que había conocido.

Pero Federico Campbell no fue solamente el primer escritor que conocí, fue también el primero que me leyó. Lo recuerdo muy bien en su casa de la Condesa entre mares de libros. Federico me hacía leer mis textos en voz alta y luego los iba repasando conmigo uno por uno, con una paciencia inagotable. Como suelen ser los primeros escritos, los míos eran apenas legibles, pero Federico no estaba allí para juzgar, él me escuchó, me leyó y me motivó a seguir. Recuerdo sus grandes ojos abiertos, sus movimientos serenos, con él, el tiempo pasaba distinto, era el tiempo de la infancia, ese tiempo largo que se estira sobre el día como una luz polvosa.

Era la misma luz que salía por la ventana de su oficina en el segundo piso. Y pasé por ahí cientos de veces mientras deambulaba por las calles del DF. La luz de ese cuarto se mantenía encendida hasta altas horas de la noche. Al pasar por su casa siempre miraba hacia arriba y me imaginaba a Federico escribiendo. Era reconfortante saberlo allí, detrás de ese vidrio, como un faro literario en la noche de la Condesa. Para los que andábamos allá abajo, en el inframundo de las calles, era también una certeza, o incluso una esperanza. Arriba de nosotros, deshebrando la noche con velas e incienso los escritores de la ciudad guiaban la obscuridad a buen puerto.

Durante mucho tiempo frecuenté una esquina de la calle Pachuca. Había entonces un café, el Café de la Noche, que se volvió una especie de cubículo o pecera desde la cual observé al mundo. Allí tuve las conversaciones más significantes de la vida del adolescente, esas pláticas con amigos llenas de clichés, lugares comunes y sueños reburujados. Por ese café pasaba Federico Campbell a eso de las ocho p.m., hora para él de ir al súper. Mis recuerdos de esos encuentros son nítidos. Eran noches transparentes y la figura borrosa de Federico se iba acercando en un vaivén lento. Me daba emoción verlo y salía a recibirlo como quién espera un buque en el puerto.

Al verme Federico dejaba las bolsas en el suelo y comenzábamos a platicar. Recuerdo nuestras conversaciones con los faros de la Condesa brillando contra su silueta y remarcando el cabello a los costados de su cara, algo que lo hacía ver como espantapájaros o un Einstein perdido en la noche. Federico nunca tenía prisa, siempre hacía tiempo para platicar, un hombre que hablaba pausado y disfrutaba de saborear cada palabra en su paladar como si se tratara de un dulce. Era un tipo generoso hasta con la noche que rebotaba por todos lados de su rostro.

Empecé diciendo que Federico Campbell fue mi tío. Eso no debe importarle a nadie, mis breves recuerdos son sola una manera de evocar la vida de una persona que para las letras mexicanas significó mucho más de lo que su fama lo insinúa.

Una manera personal de contrastar todas las semblanzas que saldrán sobre su vida en estos días. Lejos de los datos, cerca del mito o el recuerdo. Puedo, según se quiera, ser o no sobrino de Federico Campbell, pero lo que nunca dejaré de ser es un lector de su obra y un agradecido de toda la generosidad que dio.

Como escritor, como tío, como deambulante de la noche, como un hombre brillante y talentoso. Será difícil caminar por esas calles sin el amparo de la luz de su oficina. La Condesa sin duda estará más obscura que nunca. Afortunadamente, Federico Campbell nos dejó muchas pequeñas luces por todos lados.

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