‘Más vale callar que lamentar’

Si algo nos emociona de  “lo que está por venir” es compartir nuestros propósitos con los demás.

En el momento en que estamos convencidos (o creemos estarlo) de aquello que tenemos la intención de realizar, aprender o dominar, no dudamos en darlo a conocer.

Pero “revelar” nuestros propósitos va más allá de ser un acto que realizamos en confianza, motivados por el atractivo de la novedad o lo desconocido.

Estudios demuestran que hacer públicas nuestras intenciones contribuye a que se refuerce el compromiso que tenemos con nosotros mismos de lograr su cumplimiento.

Si algo nos emociona de  “lo que está por venir” es compartir nuestros propósitos con los demás.

En el momento en que estamos convencidos (o creemos estarlo) de aquello que tenemos la intención de realizar, aprender o dominar, no dudamos en darlo a conocer.

Pero “revelar” nuestros propósitos va más allá de ser un acto que realizamos en confianza, motivados por el atractivo de la novedad o lo desconocido.

Estudios demuestran que hacer públicas nuestras intenciones contribuye a que se refuerce el compromiso que tenemos con nosotros mismos de lograr su cumplimiento.

Pero los hallazgos de una serie de estudios liderados por el investigador Peter Gollwitzer, de la Universidad de Nueva York, contradicen estos argumentos y demuestran que dar a conocer a los demás intenciones de relevancia para nuestra identidad tiene, en realidad, efectos negativos; impide que las llevemos a cabo.

En uno de los estudios, se convocó a un grupo de estudiantes de leyes, cuya voluntad para intensificar su formación profesional fue evaluada en un inicio a través de un cuestionario con enunciados del tipo “tengo la intención de hacer el mejor uso posible de las oportunidades educativas en leyes”.

Tras responder en una escala de rango del 1 (“definitivamente no”) al 9 (“definitivamente sí”), los estudiantes dentro de la condición de “realidad-social” interactuaron con el experimentador, quien les consultó si el número que circularon en el cuestionario era el que realmente querían elegir, con el fin de llevar a cada uno a discutir públicamente sus intenciones.

A quienes estuvieron dentro de la condición de “realidad-no social”, únicamente se les solicitó que dejaran el cuestionario en una caja, de manera anónima.

En una supuesta segunda parte del experimento, se solicitó la ayuda de los estudiantes para resolver diversos casos de derecho penal, que serían parte del nuevo contenido con el que se desarrollaría un paquete de estudios.

A los participantes se les dijo que tenían 45 minutos para trabajar en los casos, con la aclaración de que podían terminar antes si así lo deseaban, además de poder utilizar el tiempo extra que fuera necesario para completar el trabajo si se les agotaba el tiempo establecido.

Para evaluar los resultados, solo se incluyó a aquellos que en el cuestionario mostraron voluntad para sacar el mejor provecho posible de las oportunidades educativas.

Así, se encontró que los estudiantes trabajaron menos tiempo cuando su intención de conducta fue “descubierta” por el experimentador que cuando la misma fue desconocida en el cuestionario anónimo.

A decir de  investigadores, los resultados “(…) indican que las intenciones de comportamiento que son relevantes (para los individuos) sí califican como símbolos de identidad”. Por ende,  apuntan a que cuando estas intenciones son tomadas en cuenta por los demás, aparentemente se engendra un sentido prematuro de finalización con respecto a la meta de identidad”.

O, como se demostró en un estudio posterior, este mismo reconocimiento social “(…) da al individuo un sentido prematuro de poseer la identidad que aspiran”, es decir, que el “juguete” nuevo que es fuente de su motivación ya es suyo, sin serlo.

Esto hace menos probable que las personas traduzcan las intenciones en acciones, pues, señala el estudio, se vuelve “menos necesario”.