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¡Muera Pemex! ¡Muera México!

Entre otros daños incontables desde que “administramos la abundancia”, según López Portillo, las divisas captadas a través de las exportaciones crecientes de petróleo a precio que rebasaba la imaginación del más optimista de los economistas, se destinaron a financiar, ¡oh, torpeza inimaginable!, la contratación masiva de burócratas, voraces presupuestívoros que devoraban a mordidas y sin piedad los ahorros de la nación.

Entre otros daños incontables desde que “administramos la abundancia”, según López Portillo, las divisas captadas a través de las exportaciones crecientes de petróleo a precio que rebasaba la imaginación del más optimista de los economistas, se destinaron a financiar, ¡oh, torpeza inimaginable!, la contratación masiva de burócratas, voraces presupuestívoros que devoraban a mordidas y sin piedad los ahorros de la nación. Claro que los ingresos de divisas no se destinaron a construir universidades ni tecnológicos ni carreteras ni aeropuertos —como el que “Martita” había ordenado construir—, sino que fueron utilizados en la contratación masiva de parásitos contados, al día de hoy, en millones dedicados a lucrar, sálvese el que pueda, con el presupuesto público y, en buena parte, a recibir sobornos de la sociedad sin cumplir con sus obligaciones. ¿Qué mexicano no protesta por la burocracia ni se queja por el triste destino de su ISR y de su IVA? El gasto público es un desastre.

Desde la aparición en escena de Díaz Serrano hemos vivido del petróleo, inmersos en una muy soportable levedad del ser, al extremo de que al día de hoy no pagamos los impuestos que acredita la realidad financiera de México, sino que el presupuesto federal sobrevive gracias a las aportaciones de la renta petrolera. Mientras Pemex se convertía en una cueva de bandidos, en una irritante fuente de corrupción, cohechos, fraudes y sobornos, además de una sobrada inutilidad para administrar la riqueza pública, al mismo tiempo, un país petrolero se veía obligado a importar gasolinas, aceites, diversos derivados petroquímicos, además de gas que se quemaba abiertamente a la intemperie en las aguas someras del Golfo de México. Solo durante el sexenio de Calderón se erogaron 750 mil millones de pesos a modo de subsidios para importar gasolinas de modo que no se irritara a los consumidores y se evitara el disparo de la inflación, en lugar de invertir los recursos en la construcción de obras de infraestructura. ¿Qué hicimos con los cientos de miles de millones de dólares que México captó desde el gobierno de López Portillo? No nos equivoquemos, los desperdiciamos en gastos inútiles mientras crecía alarmantemente el número de mexicanos sepultados en la miseria y el fracaso educativo nos proyectaba a una involución suicida.

Hoy contamos con enormes posibilidades de alianzas internacionales para aprovechar “los veneros del diablo”, pero nuestra incapacidad tecnológica, los traumatismos indígeno-nacionalistas, la soberbia revolucionaria, los emisarios del pasado, la ceguera política, la desconfianza en la honorabilidad de los administradores de la riqueza pública, el justificado pánico originado en la palabra “privatización”, un sinónimo de corrupción heredado de la época salinista que convirtió a las empresas públicas en monopolios privados inadmisibles, todo ese conjunto ha reunido a un buen número de mexicanos en un gigantesco coro que interpreta deliciosas melodías necrológicas, cuya letra dice: ¡Muera Pemex! ¡Muera México…!

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