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La vida en bicicleta

Tenía ocho años cuando me inventé mi primer trabajo e hice la primera compra de mi vida. Una bicicleta. 

Mis padres no tenían dinero para darme ese regalo. Impaciente, no quise esperar y le dije a mi madre que me ayudara a montar una mesa de dulces. Con el paso de un año, las ganancias del changarro se convirtieron en el sueño material que comparten muchos niños. “Quiero esa”. 

Siempre habrá un momento para acordarme de esa anécdota cada vez que escucho la palabra bicicleta. 

Tenía ocho años cuando me inventé mi primer trabajo e hice la primera compra de mi vida. Una bicicleta. 

Mis padres no tenían dinero para darme ese regalo. Impaciente, no quise esperar y le dije a mi madre que me ayudara a montar una mesa de dulces. Con el paso de un año, las ganancias del changarro se convirtieron en el sueño material que comparten muchos niños. “Quiero esa”. 

Siempre habrá un momento para acordarme de esa anécdota cada vez que escucho la palabra bicicleta. 

Mi vehículo no motorizado me hizo la vida más amena. Podía ir a la tienda sin invertir demasiado tiempo, ejercitarme sin proponérmelo. Pasear por las vías del tren durante media hora para llegar a la casa de mi abuela. 

En un pueblo pequeño las bicicletas se convierten en un medio de transporte práctico que requiere una mínima inversión con beneficios de alto impacto. 

Pero en algún punto del llamado “progreso y desarrollo” perdimos ese sentido común de cómo movernos. Años después, parecía que la tontería más grande que un ser humano podría cometer es moverse en algo que no fuera un auto. El proteccionismo económico de los ochenta, la industrialización, una sociedad de vida laboral agitada y una extensión urbana expansiva de “seudocréditos” en la periferia, necesitaba de más motores de automóviles que de cualquier otro medio para transportarse. 

Muchos de mi generación crecimos viendo comerciales de autos, hemos sido testigos de que las obras públicas viales se han convertido en prioridad dentro de cualquier nivel de gobierno, que las empresas voraces monopolizan el transporte público y al no permitir la competencia el mercado no oferta más “solución” que el traslado el auto, que la sociedad misma te orilla a verte “exitoso” sólo si bajas de un auto lujoso o al menos lo cambias cada 5 años. 

¿Caminar o andar en metro? No, eso “es de nacos”. 

No por nada en alguna ocasión un maestro, recién cuando empecé a participar en Pueblo Bicicletero, colectivo fundador del ciclismo urbano en Monterrey, me cuestionó frente a una clase que andar en bici era más bien sinónimo de retroceso. 

“¿Cómo dices que se llama ese grupo?”, me preguntó. Cuando le contesté no hizo más que mofarse. Aclaro que ahora no necesito un grupo para hacer mis traslados. Entendí cuál fue mi enamoramiento a los ocho años y me deslindé. 

A tres años de distancia de esa conversación, no sólo hay un colectivo sino varios más en la ciudad que promueven el uso de la bicicleta con fines que van desde lo urbano (servir como medio de transporte) hasta el deportivo o el recreativo, que son tres cosas distintas. 

A diferencia de algunos expertos que hablan sobre “la tendencia” en este tipo de movilización urbana sustentable o de la forma de socializar de las nuevas tribus urbanas (como los hipsters), en realidad detrás de esta nueva demanda de una minoría hay raíces profundas que visibilizan la crisis económica y ambiental a la que nos enfrentamos. 

Si no resulta suficiente conocer que Monterrey es la ciudad más contaminada de México, de acuerdo con un estudio del Instituto Mexicano de la Competitividad, habría que destapar a quienes hacen estos traslados no por moda, no por salud, no por cuidar al planeta, sino porque no hay dinero que alcance para sostener el transporte público o incluso el mantenimiento de un automóvil. 

Más allá de que este tema que, a raíz del accidente imprudencial que dejó a un ciclista deportivo sin vida, desnuda a quienes representan a una comunidad dispuesta a trasladarse de una forma distinta pese a los riesgos que existen, que pone al descubierto la corresponsabilidad de autoridades y ciudadanía en el tema de seguridad vial, que exhibe la falta de educación como precauciones de quienes conducen por la ciudad, que pone el ojo crítico en quienes desde lo público y lo privado abogan por más infraestructura para los autos… Más allá de todo eso estamos dándonos cuenta que perdimos nuestro sentido de supervivencia y que ante esta crisis no hay marcha atrás. 

Así que, aunque pensemos que esa “arrogancia” de los ciclistas va a pasar en algún momento, más vale que no lo crea, porque será tema de agenda permanente mientras los problemas de fondo –que poco tienen que ver con la infraestructura – sean resueltos.

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