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El derrumbe del Congreso

Cuando Peña Nieto levantaba su mano derecha para jurar “hacer guardar la Constitución y las leyes que de ella emanen y si no que la patria me lo demande” y bla, bla y otra vez bla..., se produjo un sismo oscilatorio y trepidatorio, una brutal onda demoledora en el interior del salón plenario de sesiones, en donde se llevaba a cabo la ceremonia de toma de posesión con la debida solemnidad obligada para un evento histórico de esa naturaleza.

Cuando Peña Nieto levantaba su mano derecha para jurar “hacer guardar la Constitución y las leyes que de ella emanen y si no que la patria me lo demande” y bla, bla y otra vez bla…, se produjo un sismo oscilatorio y trepidatorio, una brutal onda demoledora en el interior del salón plenario de sesiones, en donde se llevaba a cabo la ceremonia de toma de posesión con la debida solemnidad obligada para un evento histórico de esa naturaleza. En el interior del recinto parlamentario se encontraba el Jefe del Ejecutivo entrante, el saliente, así como sus respectivos gabinetes, los ministros de la Suprema Corte de Justicia, los gobernadores, los diputados y los senadores, los presidentes de los partidos políticos, los directores generales de organismos descentralizados, la jerarquía católica, esos endiablados ensotanados con sus anillos pastorales y cruces pectorales con los que se podría amortizar de golpe la deuda pública yanqui, en fin, toda la representación nacional en su conjunto. 

El sismo de todos los grados Richter que el lector pueda imaginar tuvo su epicentro en el corazón mismo del Congreso de la Unión. El techo se desplomó de inmediato, las paredes se colapsaron matando en un instante a todos los asistentes sin que hubieran podido escapar de alguna manera ante la imponente fuerza devastadora de la naturaleza. A continuación se produjo un pavoroso silencio. Ni siquiera se escuchaban ayes de dolor ni lamentos, ni súplicas ni quejas en medio de los escombros humeantes del Palacio Legislativo del que no había quedado ni una piedra encima de la otra: “Nadie sobrevivió a la hecatombe”, anunciaron los diarios.

Con independencia del duelo nacional, el país enfrentó de inmediato una crisis jurídica y política sin precedentes. La Constitución no preveía una hipótesis semejante. No había sobrevivido ninguna autoridad ejecutiva, legislativa ni judicial federal. Nada, lo que es nada, de nada… ¿Qué hacer?

Los segundos y terceros niveles de los partidos políticos se vieron obligados a elegir de inmediato a nuevos representantes en el Congreso de la Unión, una auténtica proeza digna de Tezcatlipoca, para que, a su vez, dicho colegio electoral nombrara a un presidente sustituto obligado a convocar a elecciones para nombrar a un nuevo Jefe del Ejecutivo, mientras tanto, la nación iría al garete…

Los nuevos gerifaltes de los partidos políticos decidieron lucrar políticamente y tratar de hacerse del poder. No faltó quien propusiera la toma de las armas, como en los años de la convención de Aguascalientes, para fundar una nueva dictadura. El mundo contemplaba atónito el caso mexicano, más aún si era vox populi que nuestros legisladores habían sido incapaces de ponerse de acuerdo para decidir qué horas eran en México… ¿Cómo nombrar a un presidente si nadie daba línea de nada?

Recordé entonces una cita aplicable a este evento catastrófico: “Un hombre nunca sabe lo que gana cuando pierde a una mujer…” De la misma manera se podría afirmar: Un país no sabe lo que gana cuando pierde a todos sus políticos, para ya ni hablar de las infinitas ganancias que obtendría si desapareciera toda la jerarquía católica.

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