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‘Soy lesbiana’

Me lo dijo mi amiga llorando. Sus lágrimas reflejaban una aceptación agridulce por conversar abiertamente con sus padres algo con lo que cargaba desde hacía varios años y que por los prejuicios y miedos, no se atrevía. 

 

En sus ojos se veía ese estar “aferrada” del “día siguiente” .

Me lo dijo mi amiga llorando. Sus lágrimas reflejaban una aceptación agridulce por conversar abiertamente con sus padres algo con lo que cargaba desde hacía varios años y que por los prejuicios y miedos, no se atrevía. 

 

En sus ojos se veía ese estar “aferrada” del “día siguiente” .

 

¿Cómo reaccionaría su mamá, que la había mandado a una escuela de monjas con la idea tradicional de que eso asegura el camino de una “niña bien”?, ¿cómo la aceptarían el resto de su círculo social y familiar cuando se enteraran de su preferencia sexual?, ¿la aceptarían tanto como ella lo había hecho consigo misma? 

 

Para mí ha sido uno de los momentos de reflexión más felices de mi vida compartida con las personas que admiro y quiero. 

 

Abrazarla, escucharla y alentarla fue también parte de mi propia liberación de prejuicios (de esa que intento sea un ejercicio en conciencia a diario). 

 

Porque no me había tocado decir o hacer algo ante una “confesión” que no debería ser tomada como tal. 

 

Apoyar en su “encrucijada” por su verdad y su libertad, me hizo admirar aún más la valentía que encuentra el ser humano cuando se acepta sin ponerse en plan de víctima ni victimario.

 

A partir de ahí intenté entender todavía más, lo difícil que es la existencia humana ante una sociedad que se resiste a mínimo escuchar a quienes piensan, sienten y actúan diferente. 

 

Que es capaz de dividir sin pensar en las graves consecuencias de lo que eso significa para nuestra vida en sociedad.

 

Por eso tengo empatía por la comunidad LGBTTTI. Comprendo que no es sencillo navegar contracorriente en la lucha por el respeto de lo que son sin que los tachen de padecer una enfermedad (no está comprobado), de tener alguna especie de locura (tampoco está comprobado) o que su preferencia sexual sea “contagiosa” (menos, no hay nada que lo compruebe).

 

Lamentablemente, si no hay casos de excepción, a los mexicanos nos enseñaron a odiar lo que, supuestamente –aunque no esté comprobado, insisto-, no es “normal” o “natural”. 

 

A lo largo de nuestra historia nos reemplazaron el análisis por la doctrina e impusieron normas de convivencia bajo la función del castigo o premio. 

 

Hoy, por eso, el debate resulta ríspido porque para algunas personas lo que es de Dios es incuestionable, aparentemente. 

 

Sin entender que no se trata de que todos nos hagamos gays, sino que hay que resolver un problema público tan grave como la discriminación, los crímenes de odio o la ausencia de derechos para esta comunidad por parte del Estado, que en teoría es laico. 

 

Lo de menos es discutir qué preferencia sexual es la moralmente aceptada. Si usted no está de acuerdo haga uso de su libre albedrío y es válido. 

 

El hecho es que la cancha no está pareja en el marco del Estado de Derecho. 

 

A los heterosexuales nos han dado los derechos y hasta los privilegios sociales sin cuestionarnos siquiera nuestra propia calidad ética o moral.

 

Porque incluso demostramos nuestra fascinación por el exceso de esa “moral” que le podemos llorar a un “joto”, como despectivamente algunos llaman a Juan Gabriel, pero no aceptar que tienen derechos. 

 

¿Cuándo vamos a entender que el ámbito privado es nuestro, pero que tenemos un reto público que asumir en corresponsabilidad para evitar asesinatos por homofobia, casos de discriminación y personas frustradas porque no pueden ser lo que son? 

 

Piénselo seriamente, porque enclosetados como sociedad ya estuvimos mucho tiempo y de apariencias no puede vivir el ser humano. 

 

Los derechos emergentes no vienen a regular su casa ni su definición de familia, sino la convivencia pública en donde quepamos todos.

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