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Autodiscriminación mexicana

Frente al mítico edificio del Watergate en el corazón de Washington D.C. una imponente estatua observa el otoño estadunidense. Se trata de la misma silueta que durante décadas ha adornado los pasillos y oficinas gubernamentales mexicanas, las jardineras de las plazas públicas y las portadas de los libros de texto. Benito Juárez, el único presidente mexicano digno de una estatua en una capital de otro país, observa con su habitual rigidez el paisaje del barrio de Foggy Bottom. 

Frente al mítico edificio del Watergate en el corazón de Washington D.C. una imponente estatua observa el otoño estadunidense. Se trata de la misma silueta que durante décadas ha adornado los pasillos y oficinas gubernamentales mexicanas, las jardineras de las plazas públicas y las portadas de los libros de texto. Benito Juárez, el único presidente mexicano digno de una estatua en una capital de otro país, observa con su habitual rigidez el paisaje del barrio de Foggy Bottom. 

Juárez es el héroe por antonomasia del México independiente, el único representante digno de una tristísima cultura política. Por ello la estatua funciona a manera de ironía; el mejor de nuestros presidentes, el único reconocido en el mundo, fue un indígena, chaparro y moreno, todas las características que como sociedad llevamos discriminando varios siglos. 

En un artículo publicado en Nexos, Mario Arriagado realizó un experimento sencillo pero revelador: Contar el número de blancos y morenos en las revistas de sociales en México. El resultado no sorprenderá a nadie que conozca el racismo de nuestra sociedad. Una de las revistas contó 300 blancos contra 2 morenos y otra 666 blancos contra 10 morenos. 

Lo mismo sucedería si el experimento hubiera tomado como base la publicidad, la televisión o cualquiera de los lugares donde se reflejan las aspiraciones de una sociedad. En un país de mestizos ¿qué nos dice que nuestra televisión esté llena de blancos? Como si en nuestro subconsciente colectivo, delirante y empeyotado por siglos de dominación, nos representáramos a nosotros mismos como un pueblo escandinavo; como si serlo nos volviera mejores. 

Las razones detrás de este fenómeno han sido estudiadas a cabalidad por antropólogos, poetas y psicólogos. La literatura clásica pasa por Octavio Paz, Roger Bartra y más recientemente Agustín Basave. Pero a pesar de que hemos analizado las raíces de nuestra auto-discriminación, en la realidad ésta permanece fuertemente arraigada en nuestra sociedad. No hemos logrado hacer las paces con nuestras raíces, no hay signos de una tregua.

A casi 500 años de la conquista los mexicanos insistimos en un racismo auto-degradante. El moreno es naco, el tonto es indio y el indígena es pobre y marginado. En nuestro imaginario colectivo, en el cual todos somos criollos y nuestra blancura es símbolo de progreso, civilización y superioridad, el mestizo y el indio son “el otro”,  aunque todos seamos mestizos, aunque todos seamos indios. 

Y este racismo se traduce en una discriminación que por supuesto se recrudece con los pueblos indios pero cuyo principal síntoma es la discriminación del indio en nosotros mismos. Aquel indígena que forma parte de nuestro legado cultural y racial y que hemos arrinconado en nuestro inconsciente para censurar y acallarlo.  Esa parte de nosotros a la que nos da miedo observar de frente por temor a vernos reflejados en un espejo. 

Aceptarnos como somos, por lo que somos, es el primer paso en la lucha contra la discriminación. 

Lo más preocupante del caso es la naturalidad con la que observamos el fenómeno todos los días; lo verdaderamente alarmante es que no nos alarmamos. En un país con 15 millones de indígenas preguntémonos a nosotros mismos cuántos de ellos son nuestros amigos, nuestros colegas, nuestros jefes, nuestros actores, cantantes, etc… ¿No es sospechoso que el 10% de la población esté tan mal representado? ¿Qué tanta culpa tenemos cada uno de nosotros en este fenómeno? 

Desde la capital de los Estados Unidos Juárez señala en dirección de la Casa Blanca. Incluso allí hoy gobierna un presidente afroamericano. Y en México, ¿cuántos siglos tendrán que pasar para que elijamos a otro indígena como presidente?  La pregunta es excesiva. Mejor. ¿Cuántos siglos tendrán que pasar para que aceptemos nuestro pasado y dejemos atrás nuestros complejos y racismo?

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