Almacenamiento y propiedad: ¿quién es dueño de nuestra información?

Ayer, conversando con una amiga, tocamos el tema de “la nube”, aquel espectro cibernético donde se guarda nuestra información cuando ya no hay un domo físico que pueda contenerla. Tales como fotografías, música, películas, aplicaciones, y sobre todo cientos y cientos de archivos. Se conoce bajo distintos nombres, como iCloud, Dropbox, Google Drive y sus […]

Ayer, conversando con una amiga, tocamos el tema de “la nube”, aquel espectro cibernético donde se guarda nuestra información cuando ya no hay un domo físico que pueda contenerla. Tales como fotografías, música, películas, aplicaciones, y sobre todo cientos y cientos de archivos. Se conoce bajo distintos nombres, como iCloud, Dropbox, Google Drive y sus derivados.

Parece una herramienta útil, capaz de auxiliarnos en aquella molesta tarea de borrar cosas de nuestro ordenador para “liberar espacio”, asesinando parte de nuestra personalidad o huellas de nuestra vida para generar nuevas. En parte es un proceso necesario, no sólo para el equipo en cuestión, sino para la vida humana. Funciona como una buena metáfora de lo ocurrido cuando acumulamos cosas en nuestra habitación, o tenemos millones de traumas o cosas sin resolver en nuestra cabeza: el desempeño de nuestro equipo electrónico, así como el de nuestro cuerpo, se va deteriorando, hasta volverse completamente obsoleto

La nube salva a nuestro amigo de metal de aquella catástrofe ofreciendo una alternativa, un espacio extra donde se puedan guardar esos datos. No los estás dejando ir, sino los guardas en un sitio que no provoca estorbos o deterioro en el funcionamiento de la máquina. Pareciera un sueño hecho realidad, ¿no? ¿Quién no quisiera ser capaz de tener un palacio de infinitos metros cuadrados para guardar todo lo que te representa, o una capacidad inconmesurable en nuestra mente, capaz de almacenar cualquier dato procesado por nuestra memoria?

Pero también comentábamos: ¿qué es de nuestros datos?

No es tan ideal como parece.

Para empezar, en el sentido psicológico, es natural querer olvidar eventos pasados, dejarlos ir. Porque se recuerda todo lo bueno, pero también todo lo malo. Sería imposible dejar a un lado el rencor, la ira, el odio por quien te lastimó, sobre todo si aquella acción que se realizó en tu contra no tiene cabida para una resolución satisfactoria o de enseñanza.

En el sentido tecnológico, las secuelas de tener exceso de información también pueden ser graves.

Por un lado, estás acumulando mucha cantidad de archivos, los cuales muy probablemente ya solo funcionan para ocupar un valor sentimental en la nube, aunque no exista un límite físico que te haga detener la recolección de cosas inservibles. No sería sano para la practicidad profesional dar un valor agregado a documentos, fotografías, presentaciones y videos del pasado. Mucho menos si esta se va a encontrar desordenada.

Por otro, se hace un pacto con el diablo, uno sobre el cual tenemos poca noción. Las empresas enfocadas en otorgar esta opción de un espacio “ilimitado” para guardar los archivos se jactan de ser confidenciales, ¿pero qué tan certera es esa viabilidad? Después de todo, como usuario, estás cediendo los derechos a la organización en cuestión de poder ser cómplice de tu información, sin importar qué tan discreto sea su contenido.

Hay casos donde es inevitable no viabilizar esta alternativa. Ya sea por un plan de oficina, porque es más práctico, además de económico, que comprar cientos de discos duros o porque las especificaciones requieren mantener cientos de gigabytes de espacio, tales como los editores de contenido audiovisual o los diseñadores gráficos, por ejemplo.

Sin embargo, por el bien de la privacidad, tanto tuya como de quienes estén involucrados en tu vida profesional, es importante tener cautela a la hora de subir información a la nube. Nunca se sabe quién está viendo del otro lado.

Lo privado es mejor dejarlo ir, o guardarlo en una caja fuerte. Al menos eso concluimos sobre el tema.

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