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¡Alarma!

Cuando era niña veía las portadas del “Alarma”. Me causaban entre confusión, terror, pero un terrible morbo de pensar qué es lo que había ocurrido para el “matole, diole, enterrole”.

Mi madre en alguna ocasión me explicó que esos casos se publicaban porque era altamente probable que pasaran en la realidad por violencias exacerbadas, pero que la parte mediática ganaba porque una portada sangrienta siempre vende.

Cuando era niña veía las portadas del “Alarma”. Me causaban entre confusión, terror, pero un terrible morbo de pensar qué es lo que había ocurrido para el “matole, diole, enterrole”.

Mi madre en alguna ocasión me explicó que esos casos se publicaban porque era altamente probable que pasaran en la realidad por violencias exacerbadas, pero que la parte mediática ganaba porque una portada sangrienta siempre vende.

Después de estos últimos años de la guerra contra el narcotráfico, de vivir en el norte del país, entiendo -sin que esto sea un reflejo de la mayoría de la población- que aquellas épocas en las que se pensaba que eso era una exageración de vendimia de notas rojas, casos aislados que se repetían de vez en vez, o exclusivos de zonas donde la pobreza parece orillar a la delincuencia, hoy se están rompiendo todos esos mitos urbanos.

Algunos apelan a que más bien estamos más informados y expuestos a recibir tal información que nos enteramos de lo que antes no.

Sin embargo, es indignante ver cómo aunque pensemos así, los múltiples expedientes se acumulan. Secuestros, feminicidios, delitos del crimen organizado, violencia intrafamiliar, e incluso actos de terror.

Soy una convencida que obviamente la impunidad no permite despertar la confianza en las instituciones, ni fomenta la denuncia, es más, es la que alimenta los miedos colectivos a que en lugar de que se resuelvan las cosas y evitar que se repitan, tal parece que somos presa sin salida de un gran silencio.

Tan es así que preferimos no saber ni siquiera preguntar o hablar de estos temas que hasta llegan a ser “políticamente incorrectos”, mucho menos a ser empáticos con otras víctimas o aceptar abiertamente que nosotros también somos parte de ese problema de violencia e inseguridad que actualmente parece tener “rebasados”, como se dice vulgarmente, a las autoridades.

Considero que esos países que son más pacíficos que el nuestro (no quiere decir que no exista la violencia) son aquellos cuyos habitantes son más cooperativos para crear tales entornos.

Esto significa, que la seguridad no depende solamente de los gobiernos o que “cae del cielo” como una “varita mágica”.

Hacer una apuesta enorme para enrolarse en los cambios comunitarios respecto a todo aquello que puede construir una ciudad o país en paz: educación, arte, salud, cultura… Es el reto que otros sí asumen en esas circunstancias a las que aspiramos.

Pero no, hay algo que a veces ya no sé si es tristeza, miedo, o es que nos han robado toda esperanza de que podamos vivir de otra forma que no sea sangrienta.

Existe ese algo que no nos permite cuestionarnos por qué pasan esos hechos violentos y hacer hasta lo imposible por evitarlos en el futuro. Por eso entiendo que la impunidad silencia, pero habría que sacar el valor civil y la corresponsabilidad como antídotos ante lo que quizá estemos aceptando como “destino” sin darnos cuenta.

Hace algunos días asesinaron a dos policías en San Pedro Garza García, no son los primeros, pero otra vez se escuchaba el trillado: “en algo andaban”, “sólo son policías seguramente corruptos”, “a mí no me toca porque no me dedico a eso”…

¿Hasta qué número de víctima vamos a aprender que una ciudad o país con habitantes que ni siquiera exigen que se investigue o que son empáticos respecto a las vidas humanas está condenada a que esa ola nos alcance en medio de voces apagadas por el miedo?

Habría que estar atentos e involucrados en la toma de decisiones públicas y contribuir desde nuestras vidas privadas porque definitivamente no se puede vivir en un país que pasó de la portada ocasional de nota roja a lo que ya parece el “pan nuestro de cada día”.

Nos necesitamos para vivir sin alarma.

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