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La cadena perpetua

Muchos mexicanos, sin ser delincuentes, viven encarcelados.

Basta caminar por cualquiera de las grandes ciudades para comprobar que no hay casa que no tenga barda alta con picos de acero o enrejados.

Los más pudientes tienen cámaras de seguridad, casetas de vigilancia y hasta guardias. Con los negocios es lo mismo. Si transitamos de noche por una avenida comercial, notaremos que todos los aparadores tienen cortina metálica. Si esto no es vivir en una prisión, entonces no sé qué sea. 

Muchos mexicanos, sin ser delincuentes, viven encarcelados.

Basta caminar por cualquiera de las grandes ciudades para comprobar que no hay casa que no tenga barda alta con picos de acero o enrejados.

Los más pudientes tienen cámaras de seguridad, casetas de vigilancia y hasta guardias. Con los negocios es lo mismo. Si transitamos de noche por una avenida comercial, notaremos que todos los aparadores tienen cortina metálica. Si esto no es vivir en una prisión, entonces no sé qué sea. 

Camino de regreso a casa por la avenida St. Clair, al oeste de la ciudad de Toronto. Es casi la una de la madrugada. Todo está cerrado. Observo las vitrinas de los comercios a lo largo de la calle. Ninguno tiene enrejado o cortina metálica.

Media hora después, salgo de la estación del metro que queda a cinco cuadras de donde vivo. Es un barrio de jamaiquinos, trinitarios, etíopes,  italianos y portugueses. 

Camino entre  tiendas y restaurantes de pollo y costillas de puerco en salsa dulce. Ninguno tiene enrejados o cortina metálica. 

He recorrido este barrio durante nueve meses, a todas horas. He visto borrachos o jóvenes fumando marihuana y nunca me han asaltado ni me he enterado de hechos violentos.

Es curioso que en una ciudad donde hay tantas razas, culturas y religiones, se viva tan en paz. Aquí lo último que llega a sentir uno es temor al prójimo, por aquello que dicen de que “se le teme a lo diferente y a lo desconocido”. 

En mi ciudad natal, Monterrey, es distinto: se le teme al prójimo, a veces se le odia por ser de otro municipio, siendo que la mayoría tenemos el mismo tono de piel, practicamos la misma religión y tenemos la misma cultura norteña. ¿Qué pasa entonces?

Es claro que la descomposición que se vive es consecuencia de las grandes desigualdades sociales, la ignorancia y el derrumbe de los valores, que han dado paso al elitismo despectivo y al racismo vil, encumbrando al consumismo materialista.

Mientras no se estreche esa grieta socioeconómica y se retomen valores tan básicos, como ver en el otro a uno mismo, México seguirá siendo una prisión, y sus habitantes los presos condenados a cadena perpetua.

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